Desde mi modo particular

El Coatepec de la vida, de los recuerdos.

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Soy más de pueblo que las tortillas mismas… y que los mangos criollos y que la flor del limón, porque he crecido aquí pegado a la tierra, con raíces, como la ceibas, eso sí adaptándome al entorno, a veces en lucha por la vida, tan persistente como las raíces que se trepan sobre piedras, pero sin llegar a ser indeseable como en los cultivos.

Ser de un pueblo hay que gritarlo a los cuatro vientos, porque somos un país construido de pueblo en pueblo; del mío, del tuyo, del de aquel. De comunidades alejadas que están despobladas, pero allí siguen sus historias, somos de pueblos en los que las piedras son testigo de un pasado glorioso, de casas de adobe cubiertas de teja y que un día fueron refugio de nuestros padres y nuestros abuelos y hoy de quienes sabemos que es cien veces mejor disfrutar al ras del suelo.

Quizás hubo un tiempo en que ser de pueblo era un estigma, algo que ocultábamos bajo corbatas para encajar en una sociedad urbana que se nos presentó no ya como buena, sino como idílica, pero hoy, más que nunca, nos hemos dado cuenta de que la buena vida era otra cosa, no era una vida inventada, era una vida de pueblo.

Aquí, en mi pueblo, todavía quedan casas que quizás no tengan un balcón, ni siquiera un bien trazado jardín, pero aquí si podemos hacer un huerto, hay en nuestros patios animales que esquivar y aquí en #ElRincóndelaAbuela una casa familiar en la que atesorar recuerdos.

Aquí, puedo levantarme de la cama con el olor a pan recién hecho, de ese pan casero en un horno de leña de mis vecinos, del que hacían mi mami y mi abuela con manteca y unos huevos con la yema tan amarilla como los girasoles.

Aquí en éste pueblo, con un buen café y un pan, me puedo pasar viendo una luna nueva tumbado sobre una hamaca y recordando a mis personas especiales.

Aquí en mi pueblo me puedo encontrar siempre sillas entre sus corredores y pretiles haciéndole frente al Sol, ahí veo a señoras que estan siempre a la espera de la fresca tarde en la puerta de sus casas, sentadas en esos hondos sillones de plástico y herrería que, aunque fueron inventados para la playa, han tenido su uso en el interior de nuestros hogares sureños.

Aquí los caminos del entretenimiento en un pueblo se visten de hojas verdes y coloridas flores que siempre nos llevaban al mismo lugar, el campo, la plaza, la tienda, la casa; sobre ellos conocíamos a buenos señores y a excelentes mujeres a quien era siempre un honor saludar y hacer saber de quién éramos descendencia.

De aquí, muchos se fueron hace años, no sin antes haberse enseñado a besar tal vez. Porque claro está que ese primer beso robado fue en el pueblo, estoy seguro que alguien se estará acordando del atrevimiento de cuando les robaron o se robaron un beso; incluso estoy seguro que en estos pequeños pueblos más de uno se habrá dado un beso con algún pariente sin siquiera saber su familiaridad.

Los tiempos buenos se fueron, pero nosotros de pequeños nunca pasábamos hambre en el pueblo y sabíamos que habiendo maíz teníamos suficiente, porque el maíz era un moneda de cambio, teniendo maíz había manera de tener más productos; como olvidar también todos esos quelites, las calabacitas, los guajes y demás productos frescos de la temporada con los que hacíamos gala de nuestra gastronomía rural gracias las abuelitas y mamás.

Recuerdan como a veces tan sólo tenías que ir por mangos cerca de la casa o a bajarte unos a pedradas de cualquier huerta cercana o que te quedara al paso y no nos deteníamos en buscar la pieza más bonita,no, nosotros tan sólo levantabamos un brazo, y arrancabamos la fruta y a correr par saborear el dulce y jugoso sabor.

La sensación de libertad que sentías en un pueblo cuando eras niño no es comparable con nada. Seguro que si cierras los ojos bien fuerte aún puedes recordar la despreocupación con la que te enfrentabas a la vida, al igual que esas columpiadas que bajo el sol soportabamos los envistes del viento, balanceándose de un lado y al otro sin control, hasta que el impulso disminuia y tocábamos tierra otra vez.

Eras libre de entrar, salir, correr, ir, volver, comer, dormir, andar, jugar, reír, soñar, gritar… y otra vez vuelta a empezar. Un día, tras otro y así hasta el final del verano, cuando unos debían regresar a la ciudad y otros, esperar allí mismo, sentados, en la plaza, en el banco de la iglesia o en el muro de piedra, a que dentro de un año todos nos volviéramos a encontrar para ser un poquito más libres, un poquito más de pueblo.

De aquí soy, de un pueblo que entre San Felipe, Piedra Ancha y Coatepec hacen que quiera a mi región.

#CesardelSur.

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